martes, noviembre 21, 2006

A través de los surcos que dejaba la lluvia en los cristales de aquella sala, se adivinaba la pista de aterrizaje. Encharcada, agrietada y hecha un asco. Estás jodido, me dije. Pero bien.

El avión estaba haciendo no sé que maniobra, dando marcha atrás y otra vez adelante, como si el imbécil del piloto tratase de aparcar aquel enorme mamotreto. Y yo suponía que tu cara estaría asomando tras alguna de las ventanillas. Seguramente, las del lado contrario… Por no romper la racha.

Y es que este tipo de escenas, sólo le quedan bien a Bogart. A los demás se nos pone cara de idiota, y un nudo en la garganta, y no podemos decir todas las cosas que necesitamos que escuches antes de irte. Aún cuando tenemos la pueril esperanza de que si las dijésemos, te quedarías. Pero somos cobardes, o quizás lo sea él, no lo sé.

Y como no somos Rick, no nos sale ese “vete”, sino que aferrados como náufragos al abrazo, murmuramos un “quédate”. Y nos da igual Casablanca, y Paris, y que haya alguien que te aguarda allí donde vas… También aquí se te empieza a esperar, de nuevo, desde antes de despedirte…

Los motores barren con su ruido el aeropuerto rebosante de ausencias mientras el avión en el que Ilsa y tú os alejáis se eleva. Y no hay niebla a ras de suelo, ni alemanes, ni un policía francés y bajito. Sólo quedan los charcos donde rebota el agua de la lluvia.

viernes, noviembre 17, 2006

Nombres robados

Entrar en la muerte con los ojos abiertos. No recordaba donde había oído aquella frase pero ahora, tendido en aquella cama que no era la suya, la sentía rondar en su cabeza como una avispa furiosa.

Mi memoria ya no es lo que era, pensó suspirando. Y la frase tiene cojones, sonrió. Con los ojos abiertos, repitió entre dientes. ¿Para ver qué? ¿Para no perdernos? ¿Para no equivocarnos de camino? Suspiró de nuevo.

La luz de la noche se filtraba por las cortinas echadas, reflejando el resplandor de las farolas callejeras en el suelo de mármol. En el extremo opuesto de la habitación otra cama, vacía ya, se empeñaba en recordarle su propio futuro, mientras desde fuera le llegaba el sonido de las ambulancias gritando urgencias.

Qué extraña es la muerte, pensó, frotándose las manos entubadas; recorriendo con los dedos cicatrices añejas. Las miró pensando que llevaba en su piel el eco y el sabor, el tacto del cuerpo de mujeres que fueron hermosas, y hoy serán abuelas, o estarán ya muertas.

Qué cabrona. Me va robando los recuerdos, murmuró. En su mente subsistían vagamente las formas, aromas asociados a una piel, unos pechos, olores de la tierra húmeda de lluvia, de hierba recién cortada. A veces, como relámpagos, rostros se plantaban ante sus ojos, sin poder decir sus nombres, sin ser capaz de ubicarlos en el tiempo o el lugar.

Claro que aún no lo he perdido todo, pensó. Aún están ahí el recuerdo de los viejos amigos.. Los del colegio mayor, los de las noches de estudio. Los nombres estarán borrosos, que le vamos a hacer, pero las caras siguen bien vivas, si señor, se dijo. Todavía recuerdo los domingos de partido en la playa, o aquel día que nos encontramos una cartera y compramos unas botellas, y nos las pasamos brindando por nosotros, jurándonos amistades eternas...

Luego llegó la guerra y a cada cual le cogió donde pudo, o donde quiso, que de todo había, murmuró, mirándose la cicatriz que le recorría, como un río, el brazo derecho. La cabrona de la muerte no me quita esos recuerdos, no, gruñó. Sabe que esos son los que me joden, por eso me los deja.

Se reclinó en la cama, fijando la mirada en el techo, donde sobre la pintura blanca se proyectaban imágenes de pasadas guardias, de emboscadas, de bombardeos, de compañeros muriendo a su alrededor, o de los amigos haciéndolo en el lado contrario. Cerró los ojos...

Le despertó el ruido de una silla arrastrada. Levantó la cabeza sólo para ver a la enfermera que lo cuidaba por las noches abrir de nuevo el libro con el que cargaba desde que conoció.

Lo siento, le he despertado, sonrió la chica. Nada hija, no te preocupes. A mi edad ya no dormimos mucho, y cuando lo hacemos es para no despertarnos más, le dijo, moviendo una mano para restar gravedad al comentario.
¡Cómo es usted. Esas cosas no se dicen!, le reprochó la joven, sonriéndole de nuevo. Hizo una mueca, dando a entender que, incluso callándolas, las cosas seguían siendo exactamente igual.

No supo cuando se había vuelto a dormir. Un pinchazo agudo en el pecho le hizo abrir los ojos a la oscuridad. Un dolor que lo aplastaba contra el colchón le impedía respirar. Quiso levantar la mano para avisar a la chica, pero sus músculos no le respondían. Oía voces a su alrededor, la luz del techo se encendió, más voces, más ruido, del fondo de la habitación llegaba un sollozo. Hubiera querido decirle que no era nada, pero sentía seca la garganta y su cuerpo, declarado en rebeldía, se negaba a obedecerle.

Entrar en la muerte con los ojos abiertos. La frase apareció de pronto frente a él como un anuncio de neón. Mientras, en el exterior de su cuerpo, aumentaban las carreras, el movimiento, los sollozos en la esquina del cuarto. ¿Es esto la muerte?, se preguntó. Y de pronto comenzó.

Sobre la pintura comenzaron a distinguirse tenúemente las imágenes que lo asaltaban a veces. Sólo que en esta ocasión, como si una voz en su cabeza le dictara nombres y fechas, reconocía rostros, lugares, personas que se fueron y que ahora volvían a visitarlo, remarcadas en el blanco del techo.

Veía a su hermano, niños con quien jugó siendo pequeño, aquella novia a la que robó un beso un otoño, a su madre, saliendo de la cocina con las manos envueltas en un delantal. Su esposa...

Quiso gritar sus nombres para regalárselos al aire y robárselos así a la muerte.. No pudo. El rostro de la mujer lo sonreía desde el techo.

Con los ojos abiertos, pensó. Se esforzó en mantener su mirada fija, sin pestañear apenas, sin desperdiciar un sólo instante de recuerdos recuperados. ¿Es esto? ¿En esto consiste todo?

Sintió la electricidad recorrer su cuerpo en convulsiones. No cierres los ojos, viejo, se dijo. Una, dos, tres veces.. no pudo contarlas...

Entrar en la muerte.. quiso decirse, sintiéndo la mirada borrosa. Y mientras los párpados caían, sobre el fondo blanquecino, las imágenes observaban sonriéndolo...

Intersecciones (III)

Y ahora, ¿qué quieres que te diga?

Podría decirte que siempre estaré contigo, pero sabes que eso ya no depende de mi...

Ni siquiera puedo prometerte que te recordaré siempre. Llegará un día en el que, sentados uno frente al otro, no nos digamos nada, quizás porque ya nos lo hemos dicho todo, y lo que resta lo habremos olvidado, o nunca tuvo demasiada importancia...

Podría decirte que llegarán noches que pasaremos abrazados, rogando tú, rezando yo, por despertar recordándonos, pidiendo al cielo que nos preste la memoria y el recuerdo un día, unas horas más.

Podría, querría decirte que todo está a nuestro favor. Que tus hijos, y los míos, se alegrarían. Que lo que propones hoy aliviaría el dolor y la enfermedad mañana. Si, podría decírtelo. Pero no puedo mentirte.

Sin embargo, hoy sólo puedo responder que cuando tu mano ha rozado mi mejilla, y tus brazos han rodeado mi cuerpo, me he vuelto a sentir viva. Que al oirte decir que era hermosa, por un momento sentí, a la luz de ese jardín donde pasamos nuestras mañanas y nuestras tardes, un orgullo que creía ya inapropiado para mi edad. O que me has hecho pensar que un día siendo tu esposa, hace que merezca la pena el resto de mi vida.

Podría darte, darnos, mil razones para una negativa.

Pero quiero dormirme cobijada entre tus brazos, despreocupada de la visita de la muerte, ya cercana, y soñar acariciada por tus manos.

Intersecciones (II)

El valor le llegó en una corriente de aire. Fue de repente, mientras oía distraído la misma charla intranscendente de todos los días. Sintió crecer dentro de si una sensación desconocida, que lo desconcertó. Por eso, cuando en medio de una interminable relación de productos a comprar en el supermercado, se oyó decir: No te aguanto más, le pareció estar viendo la escena de una película, como quien se está muriendo y flota sobre el quirófano, mientras los médicos gritan, y las enfermeras corren de un lado a otro, y todo es ruido y prisas.

Tal vez por eso le extrañó la quietud de ella, su silencio. Y le sorprendía aún más su propia seguridad, sentando en la mesa de aquel bar. Un bar, se dió cuenta entonces, que nunca le había gustado. Como tampoco le gustaba su ropa comprada por ella, ni su coche, que ella escogió fíjate cuanto espacio, ni su trabajo en la oficina del suegro ¿donde vas a estar mejor que aquí?. O su casa, amueblada y decorada por ella. Los hombres no sabéis de estas cosas, recordó que le dijo. Ella siempre tenía algo que decir...

Y era triste darse cuenta de pronto, en un momento, que tu vida, toda tu vida, te resulta odiosa.

No te aguanto más, se oyó repetir. Sus ojos fijos en los de ella, las pupilas enredadas en un combate silencioso.

Fue una suerte que ella no dijese nada. Tal vez al oirla el valor se hubiese ido envuelto otra vez en el viento. Sin embargo, quizás por la sorpresa, se había quedado muda.

Estoy harto de mi vida, de nuestra vida, de mi vida contigo. Harto de tus amigos, de tu padre... fue desgranando, mientras las palabras se agolpaban en su boca y las ideas inundaban su cabeza. Y supo que si había un momento para el valor, era éste.

Me siento cansado de tu silencio en nuestra cama. Cansado de tu desinterés, y del mio. Me horroriza pensar en nuestra casa, siempre triste, siempre vacía, siempre silenciosa. Y no soporto la idea de volver allí contigo, y seguir como hasta ahora, un día, y otro, y otro, mientras fuera de esas cuatro paredes el mundo corre hacia una vida que yo no vivo.

Sintió mientras hablaba crecer aquella sensación cálida en su interior, mientras su cuerpo se liberaba de un peso de años. Y quizá fue esa impresión de ligereza lo que le llevó a levantarse de aquella mesa, de aquel bar pequeño de ciudad pequeña, sin dar siquiera tiempo a una réplica. Algo que, por otra parte, y con su recién estrenado valor, no le interesaba lo más mínimo.

Quédate con todo, se despidió. Y supo, lo supo a ciencia cierta mientras se despojaba de una corbata que lo había estrangulado por años y la dejaba deslizarse por su mano hasta el suelo, que aquellas tres palabras serían lo último que le dijese.

Intersecciones (I)

Él no la quiso nunca, y ella pensó que su amor cubriría carencias y llenaría silencios. Y así, cargada de optimismo, se lanzó a la aventura de la vida en común, abriéndole de par en par las puertas de su pequeño piso de soltera.

Ella, rozando los cuarenta, trabajaba de lunes a sábado en un pequeño restaurante. Él, muchísimo más joven, simplemente se dejaba querer.

Los días mudaron en semanas, que por simple inercia lo hicieron en meses, sin que ningún cambio notable afectara sus vidas. En todo caso, tal vez la dejadez de él, que se limitaba a comer sin prestarle apenas atención, fue haciendo mella en el entusiasmo inicial de ella. Y pasó lo que tenía que pasar...

Aquella tarde, después de servirle la cena, pensó que ya estaba bien. Con las manos en jarras, la respiración entrecortada y mirada crispada, se plantó ante él, esperando su reacción. Apenas reparó en ella.
¡Estoy harta! - le gritó. Te alimento, limpio tus porquerías, me hago cargo de tus gastos... y todo sin recibir a cambio si quiera una mirada. Ya no se que hacer contigo - se lamentó, dejando escapar un suspiro que quizá pretendía captar la atención de él. No lo consiguió...

Sin mudar la expresión de su rostro, su interlocutor no sólo no acudió a consolarla, como ella esperaba, llorando arrepentido y lleno de propósitos de enmienda sino que, para mayor escarnio, se dió la vuelta y siguió engullendo aquella comida que parecía caerle del cielo.

Ella, llevada de un impulso que posteriormente definiría a sus amigos como "tremendamente liberador", fue arrojando por la ventana abierta uno tras otro todos los pequeños caprichos que le había ido comprando a lo largo de los meses.

Y aquel pez naranja, aquel precioso ejemplar de suaves y brillantes escamas, acabó en lo más profundo del inodoro.